Por: Federico Reyes.
La afirmación que sostendremos en este articulo, es que el modelo de la Convertibilidad cambiaria se sustentó en ejes programáticos de cuya aplicación radical, continuada y sistemática se desprende su propia crisis y agotamiento definitivo en 2001. Para esto es imprescindible contar con una caracterización amplia del modelo, que tome como eje estructurante los aspectos macroeconómicos pero sin descuidar ni dejar de mencionar sus dimensiones sociales y políticas.
El modelo que va erosionándose a partir de 1998, estalla finalmente en 2001 y pasa a la historia con la devaluación de enero de 2002, tenía por lo menos tres dimensiones problemáticas: 1) la extrema dependencia de un flujo de divisas constante[1]; 2) el carácter cortoplacista de las decisiones económicas que se tomaron (tanto al nivel del actor estatal, como de los agentes microeconómicos y el actor empresario): los sectores dominantes, así como los sectores medios de la sociedad, que habían salido de la crisis hiperinflacionaria de 1989, con la firme determinación de apoyar cualquier medida estabilizadora que se tomara, encararon el período 1991-2001, con una actitud advenediza, que se manifestó en dos prácticas de profundo anclaje y pésimas consecuencias: a) los sectores dominantes, persistieron en la búsqueda de rentas extraordinarias al amparo del estado sin realizar inversiones productivas[2] y b) las clases medias desplegaron, gracias a la paridad cambiaria, hábitos de consumo suntuario (y consecuentemente sin tendencia al ahorro); 3) la “disociación”, que la cúpula empresaria logró mantener hasta 1998 (incluso durante el temblor de 1995), entre la dinámica de acumulación y reproducción del capital y el comportamiento del ciclo económico interno. Estas empresas, lograron incrementar sus ventas en un 60%, en el período 1993-1999, aún cuando el salario medio, para el mismo período registra un descenso del 10% y el PBI creció un 14% desacelerándose tal crecimiento en 1995 y cayendo abruptamente en 1999[3]. Esta disociación será una espada de doble filo, como podremos demostrar.
Estos tres aspectos problemáticos del modelo, tuvieron consecuencias altamente perniciosas para la economía nacional. La dependencia de la divisa extranjera, que se relaciona directamente con la necesidad de mantener la paridad cambiaria[4], orientó al sistema económico nacional a la búsqueda de garantizar la entrada de dólares y a “suturar” las potenciales salidas. Búsqueda que resultó cada vez más desesperada: primero, el Plan Brady, por el cual Argentina posponía el pago de su deuda externa; luego la privatización de las empresas públicas, que, habiendo sido presentadas a la opinión pública como “ineficientes”, “deficitarias” y “tecnológicamente obsoletas”, fueron concesionadas, operación por la cual el estado recuperó bonos de deuda pública externa; la liberalización financiera, por otra parte, abrió las puertas para la “llegada” de dólares: tanto en forma de créditos al sector privado y al público, como de inversiones, lo cual fue presentado como la oportunidad de modernizar la base tecnológica y acrecentar la competitividad de la “industria local”, incluso cuando gran parte de los capitales que llegaban, se orientaban a la especulación financiera. Al poco tiempo, este régimen financiero mostraría su faz oscura, pese al buen funcionamiento de los primeros años. Dice Aronskind: “El ingreso de una importante masa de divisas –debido a las privatizaciones, créditos diversos y capital financiero especulativo-, especialmente en la etapa ascendente de la economía (1991-1994) consolidó el atraso cambiario y generó un estímulo expansivo”[5]. Pero es en esta fase “exitosa” de la convertibilidad donde se evidencia analíticamente un punto débil del esquema económico: la dependencia de dólares y la incapacidad de generar mecanismos para retenerlos en el país o conseguirlos por vías productivas. En efecto, la liberalización abrió las puertas al capital financiero no sólo para su entrada sino para su salida y la apertura económica dejó a las pequeñas y medianas empresas locales a merced de la competencia externa, que orientó sus utilidades y su consumo hacia el exterior. La privatización de las empresas públicas privó al estado de un patrimonio considerable, por lo que cuando el plafond de dólares obtenidos menguó, el estado tuvo que recurrir al endeudamiento externo. Afinando el lápiz: mantener la paridad peso/dólar a cualquier costo implicaba, más tarde o más temprano, recurrir al endeudamiento externo.
Entender el fracaso del modelo, que se empieza a hacer evidente hacia 1998, implica preguntarnos por las otras vías que el estado argentino hubiese podido seguir para garantizarse un flujo continuo de dólares. Tradicionalmente, el ingreso de divisas había sido asegurado, pese a sus fluctuaciones, por las exportaciones de materias primas. El problema aquí, es que el sector agroexportador estaba claramente limitado por el tipo de cambio que lo desfavorecía. Dado que el valor fijo nominal de la moneda era la base de la convertibilidad, era imposible pensar en devaluar. Aunque la paridad le permitió al agro tecnificarse, el valor de las exportaciones fue sensiblemente inferior al de las importaciones, por lo que, lo que se expresa por un lado como endeudamiento del estado, se expresa por el otro lado como déficit comercial[6].
Este primer punto problemático se torna caótico hacia los años 2000-2001, y toca directamente al segundo: la concepción cortoplacista, por parte del estado y de los agentes económicos, con la que fue encarado el período. Grandes conglomerados nacionales, empresas extranjeras y sectores importantes de la clase media se beneficiaron, de diferentes maneras, del “milagro argentino”, sin “una estrategia de producción e inserción internacional que (permitiera) volver sustentable al experimento”[7]. En efecto, lo que en la clase media se manifestaba como un “boom” de consumo de bienes importados, en los sectores empresarios dominantes se expresó en un “boom” de ventas. El comportamiento de los grupos empresarios, unidos hasta 1998 en un sólido bloque, iba en dirección contraria al desarrollo, supuesto objetivo de largo plazo del modelo. Hacia mediados de la década, la feroz desregulación económica, que ha abierto la economía al intercambio comercial irrestricto (léase, sin aranceles que protejan al productor local frente a las “abaratadas” mercancías importadas), ha producido también, la conformación de un bloque de poder económico orientado a la importación, a la prestación de servicios o la participación en actividades con alta propensión a la exportación. La característica central de este bloque, es decir, la característica esencial que seguirán compartiendo las empresas que lo conforman, aún después de su resquebrajamiento a partir de 1998, es la re-orientación de sus utilidades hacia el exterior. Desde 1995 aproximadamente, se constata una creciente gravitación de los conglomerados internacionales en esta esfera de capital concentrado, lo que se explica por la venta de empresas importantes por parte del grupo de empresas nacionales, o la venta de acciones de empresas privatizadas. Esta esfera de capitales concentrados, crecientemente extranjerizado, orienta sus ganancias al exterior, y lo hace de varias maneras: remitiendo utilidades a las casas matrices, fugando capitales, etc. Siendo más precisos, el capital concentrado que protagoniza la historia económica argentina en los 90, se reproduce en el país y se conduce al exterior.
Recapitulando parcialmente, el modelo de la convertibilidad implicó “un ciclo de endeudamiento externo y dependencia redoblada”[8], lo que, a lo largo de la década en cuestión, fue generando un escenario de desindustrialización creciente, por la destrucción de la pequeña y mediana industria[9], y de creciente desocupación y subocupación, así como de salarios deprimidos, lo cual nos lleva al tercer punto problemático.
En efecto, mientras el estado se endeudaba, contraía sus funciones reguladoras y quedaba cada vez más a merced de los acreedores externos; y mientras la economía nacional giraba en torno a un grupo de capitales concentrados, en proceso de extranjerización, los sectores populares y algunas franjas de la clase media iban viendo cada vez más pauperizada su condición económica y su situación social. Cabe preguntar entonces, si es que la lógica del modelo neoliberal de la convertibilidad no queda claro: ¿cómo se produce un nuevo ciclo de acumulación que al mismo tiempo va generando una creciente reseción en el mercado interno y una cada vez más menguada capacidad de consumo?. Esta pregunta va dirigida a un punto neurálgico del modelo, porque: a) por su respuesta, entenderemos los límites de la disociación a la que más arriba hacíamos referencia (ciclo económico interno-dinámica de acumulación y reproducción del capital), b) entenderemos la puja intra-capitalista que se desarrollará a partir de 1998, y que llevará a poner fin al modelo, c) podremos apreciar como la baja de salarios y el desempleo fueron altamente funcionales al modelo, hasta que, como quedaría claro, la expulsión sistemática de millones de personas a la pobreza, la indigencia, el desempleo y el empleo precario empezarían a minar las bases de sustentación del proyecto iniciado en 1991.
Una de las dimensiones fundantes del modelo de la convertibilidad había sido la superexplotación de la mano de obra: la productividad fue incrementada por la baja de los salarios y no por la introducción de mayor capital tecnológico. Grandes conglomerados nacionales, productoras de bienes-salario, habían logrado contraer las retribuciones salariales, aumentando por lo tanto sus saldos exportables. Por otro lado, otro conjunto de empresas, lograron expandir sus ventas, también con independencia de las variaciones del salario: empresas privatizadas, con demandas cautivas, o empresas prestadoras de servicios a sectores de alto poder adquisitivo. Para estas empresas, el salario medio era un costo de producción y no otra cosa. Debido a esto se fue perfilando una situación estructural que no ponía limites a la baja del salario, salvo por la retribución necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo, o por la resistencia, francamente menguante, que pudieran oponer los sectores populares. Esta dinámica de acumulación y reproducción de capital, independiente del salario medio y, como habíamos dejado sentado hace un momento, orientada hacia el exterior, empieza a mostrar sus falencias en el período 1998-2001: en este período las ventas de la cúpula empresaria decrecen[10]. A partir de este punto la cuestión, para los sectores económicos dominantes, es cómo reiniciar un nuevo ciclo de acumulación. Lo que se torna más problemático aún por la crisis que va a empezar a sacudir a la dirigencia política nacional y también por la cada vez menor solvencia financiera del estado, que ya no podrá tomar créditos por la acumulación de intereses.
Aquí es donde se constata la fragmentación del bloque empresario. Según Castellani y Schorr[11], la fragmentación de este bloque, a partir de dos realidades estructurales diferentes, permite entender la crisis final del modelo. Hacia 1998, la cúpula empresaria se fragmenta en grandes empresas extranjeras (compañías privatizadas, firmas de origen transnacional que adquirieron empresas privatizadas, sector financiero e internacional), con activos fijos, es decir en pesos, y conglomerados locales (grupos económicos locales como Techint), con activos líquidos, colocados en el exterior o en actividades exportadoras, por lo que son portadores de dólares. Si los primeros impulsan la dolarización, lo que les permitiría mantener el valor de las empresas que habían adquirido y seguir remitiendo utilidades en dólares, los segundos, impulsarán la devaluación de la moneda, con lo que se aseguraban una mayor contracción del ingreso de los trabajadores y mayores ganancias. Además, al estar ligados a actividades propensas a la exportación, estos grupos económicos engrandecerían sus utilidades, lo que les permitiría la readquisición de activos fijos que habían vendido al capital extranjero en los 90. Lo central en su propuesta además era la exigencia al estado de políticas de protección. Dos proyectos de recomposición del régimen de acumulación se enfrentaban: el dolarizador, que “continuaría la paridad cambiaria por otros medios”, y operaría una merma de salarios como única manera de aumentar la productividad de la economía argentina; y el devaluacionista, que re-generaría un espacio privilegiado de acumulación, bajo las banderas del “proteccionismo estatal” y cierto “nacionalismo económico”.
Recapitulemos finalmente: la paridad cambiaria, y la apertura económica neoliberal, sin atenuantes, llevó al endeudamiento externo; la tendencia cortoplacista de los agentes económicos y del estado argentino, ambos subidos a un mismo proyecto, dejó como saldo la conformación de un bloque de capitales concentrados, que lideraron la economía hasta su resquebrajamiento en el período 1998-2001, dejando a la misma en la más profunda recesión; al disociación entre la acumulación de capital y el ciclo económico, mostró ser una “realidad” pronta a desaparecer si no se instrumentaban medidas drásticas: dolarizar o devaluar la moneda. Tras nueve años de neoliberalismo el país se había transformado radicalmente: a la pobreza y el desempleo se le suma el creciente descontento político de las masas, que van quitando su apoyo al consenso que hizo posible la convertibilidad.
El modelo entra en su crisis final hacia diciembre de 2001. Aunque tanto Castellani-Schorr, como Aronskind, niegan que la crisis se deba a la conformación de una propuesta contra-hegemónica, y apelan a las limitaciones intrínsecas de modelo para explicar su final, es posible matizar esa opinión a partir de los aportes de O´Donell. En “El Estado Burocrático Autoritario”[12] el politólogo señala cinco niveles de crisis que pueden presentarse en el período previo a la instauración de un “Estado Burocrático Autoritario” y pueden coexistir. Es posible analizar la crisis de 2001 de acuerdo a esa conceptualización pero antes es necesario hacer algunas consideraciones: 1) La conceptualización de O´Donell se circunscribe al período histórico previo a la instauración de la dictadura de 1966, y trata de captar algunos aspectos de la inestabilidad social característica del “pretorianismo de masas”. A partir de la dictadura de 1976, y luego de la recuperación democrática, ya no es posible identificar los elevados niveles de conflictividad intersectorial que caracterizaban a la Argentina de los 60 y 70. Antes bien, hay que recordar que el “empate” social y político fue saldado a favor de la “alianza ofensiva”, resultando de esto una homogenización de las clases dominantes. 2) Por lo dicho, se entiende que los actores sociales también han variado. Si en el período que analizaba O´Donell, el sindicalismo peronista tenía una amplia capacidad de veto, y más aún cuando sumaba fuerzas con el pequeño y mediano empresariado, el contexto hacia la década del 90 es otro. El sindicalismo ha perdido terreno en el liderazgo de los sectores populares; la pobreza y exclusión social, le han quitado sus bases sociales tradicionales y al mismo tiempo, los sectores empobrecidos y excluidos han empezado a protagonizar luchas de diferente tipo, con diferentes metodologías y diferentes rasgos identitarios.
Partiendo de esta base, podemos afirmar en 2001 hubo como mínimo una crisis de gobierno. El rechazo generalizado al presidente De la Rua, obliga a éste a renunciar, así como a todo su gabinete, antes del “lapso institucionalmente previsto”. Del 20 de diciembre al 1 de enero de 2002, continúa esta crisis con la renuncia de tres presidentes. Los anuncios rimbombantes, las idas y vueltas, así como la brevedad de los mandatos durante esos días no autorizan a afirmar que la autoridad estatal se mostró claramente como “un ámbito sujeto a los tironeos de grupos” (O´Donell, Pág. 49). Lo que decimos de las crisis de gobierno, no puede hacerse extensivo a las crisis de régimen y crisis de expansión de la arena política. Las primeras se caracterizan por la puesta en cuestión, por parte de algunos grupos, de los criterios de representación y de los canales de acceso a los roles de gobierno. No puede afirmarse que éste haya sido el caso de la crisis de diciembre de 2001; O´Donell esta pensando en la puja dentro de las “elites”, específicamente de las “elites” políticas, que para el caso en cuestión podría ser ejemplificado con la “clase política”. La rápida recomposición de un gobierno, presidido por Eduardo Duhalde, designado por la Asamblea Legislativa, en enero de 2002, nos hace sospechar de la idoneidad del concepto “crisis de régimen” para caracterizar el período. Por otro lado, los cuestionamientos al formalismo de la democracia representativa y al carácter difuso de la propia representación, no sobrevivieron más de seis meses después de diciembre.
Con respecto a la segunda (crisis de expansión de la arena política), tampoco podemos afirmar que se adecue a la crisis de 2001. Esta crisis se deriva de la incorporación a la arena política de sectores populares, que ingresan al sistema político como un interlocutor válido, y ponen en cuestión tanto al estado como al régimen, de manera tal que estos no pueden responder a estas nuevas interpelaciones. Esto no sucedió ni antes de 2001 ni durante el período posterior.
El cuarto tipo de crisis, la crisis de acumulación, puede corresponder parcialmente a la situación previa a diciembre de 2001. Es claro que a partir de 1998, la baja de las ventas de la cúpula empresaria, así como las empeoradas condiciones internacionales y la cada vez más acentuada incapacidad del estado argentino para mantener la paridad peso/dólar, empiezan a minar el esquema de acumulación. Resulta claro a su vez, que lo que estaba en juego eran las dimensiones, el quantum, de las ganancias y no tanto las ganancias en sí. Es decir, no se trataría de una crisis de acumulación per se, sino de una situación en la que el esquema económico sustentado por el estado, empieza a mostrar síntomas de agotamiento que evidencian su incapacidad para mantener las rentas extraordinarias de la década del 90. La situación de crisis de acumulación en la que O´Donell está pensando, implica que los empresarios perciben la acción de las clases subordinadas como un peligro para la acumulación a largo plazo. Esa percepción los lleva a considerar que la situación económica no es “satisfactoria”[13], y por lo tanto, a propiciar una salida autoritaria. Esto quiere decir que en el corazón de esta crisis está la acción organizada de los sectores subalternos y la percepción de esa acción como amenazante para la reproducción del capital. Si bien, en 2001, puede observarse que durante un lapso muy corto de tiempo la movilización callejera y las asambleas barriales amenazaban con la constitución de un orden institucional más directo y representativo, y probablemente amenazante para los sectores dominantes que se habían favorecido ampliamente con lo que el propio O´Donell llama, una “democracia delegativa”[14], también resulta evidente que esas “demandas” no lograron efectivizarse bajo la forma tradicional de un partido de masas, y no esta claro si fue percibida por los sectores dominantes como una amenaza a la acumulación.
Por estas razones, nos inclinamos por afirmar que entre 1998 y 2001, hay una crisis del régimen de acumulación, causada directamente por las limitaciones macroeconómicas del modelo, acentuada por la división del bloque capitalista; afirmamos también que pese a no haber existido una crisis de régimen, ni una crisis de expansión de la arena política, si se produjo una grave crisis de gobierno, acompañada de una fase transitoria de movilización masiva. En tanto este período de movilización política no puso en cuestión las “relaciones sociales de producción”, es decir, no puso en peligro el fundamento de la dominación social en todos los ámbitos (en el trabajo, en la familia, en la escuela, etc.), no podemos catalogarla como crisis de dominación celular (o social) en los términos de O´Donell.
[2] Con claridad, Ana Castellani y Martín Schorr señalan que los agentes económicos argentinos, han tenido, desde hace varias décadas dos características: “a) la permanente adaptación a las ventajas generadas en el contexto internacional sin realizar grandes innovaciones tecnológicas, y b) la constante búsqueda y obtención de ganancias extraordinarias que se crean y se sostienen desde el aparato estatal”. (Castellani, A.; Schorr, M. 2004, “Argentina: convertibilidad, crisis de acumulación y disputas en el interior del bloque de poder económico” en Revista CENDES (57), Caracas, Venezuela, septiembre-diciembre.
[3] Ídem.
[4] Necesidad aumentada por la percepción por parte de amplios sectores de la sociedad, del carácter indisociable de la convertibilidad y la “estabilidad económica”. Percepción, afirmamos, no del todo errónea, por cuanto la paridad peso/dólar había sido instrumentada para acabar con las características de la crisis hiperinflacionaria de 1989 y de muchas de las anteriores fases de inflación: 1) la subida incontrolada de precios, 2) la inseguridad respecto de la viabilidad de las inversiones, 3) la abrupta y recurrente devaluación de la moneda. Dado que la convertibilidad había logrado ahuyentar estos fantasmas, la credibilidad del modelo, hasta el año 2000 inclusive, fue alta.
[5] Aronskind, R. 2001: “¿Más cerca o más lejos del desarrollo? Transformaciones económicas en los noventa”, Pág. 50. Buenos Aires: Libros del Rojas, N°2.
[6] “Mientras que las importaciones sólo pudieron ser contenidas con serias contracciones del mercado interno (llegaron con la expansión a los 30.000 millones de dólares), las exportaciones parecieron alcanzar una meseta a partir de 1996, en torno a los 26.000 millones de dólares” (Aronskind, op. cit. pág 52)
[7] Aronskind, R., (2006), “Populismo neoliberal, o el arte de armar coaliciones antinacionales”. En Cuadernos de la Argentina Reciente N°3.
[8] Aronskind, R. (2006), pág. 26.
[9] Es interesante considerar que, una vez puesta en marcha la convertibilidad, el gobierno hizo todo lo posible para que la “prenda de paz” que había significado la privatización de empresas públicas y las reformas estructurales mantuviera su vigencia. La no protección de las pequeñas y medianas empresas iba en esta dirección: proteger a la industria nacional hubiera implicado un “mala señal” al capital financiero e internacional, ergo, la posibilidad de nuevas “hostilidades” por parte de ese capital, ergo, inestabilidad, corridas cambiarias, suba incontrolada de precios, etc., es decir: implicaba una grave amenaza para el modelo, y al parecer, así fue entendido.
[10] Según el índice base 1991=100, las ventas entre 1998 y 2001, decrecen de 234 a 224 (Ver Castellani, A. y Schorr, M., op.cit., gráfico 1, pág 61.)
[11] Castellani, A.; Schorr, M. op.cit.
[12] O´Donell, G. (1977) “El Estado Burocrático Autoritario”, Buenos Aires: Editorial de Belgrano.
[13] O´Donell, G. (1977).
[14] O´Donell, G. (1992): “¿Democracia delegativa?”, Cuadernos del CLAEH, N° 61, Montevideo.
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